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Se atribuye a Tacito la célebre frase de que a mayor corrupción mayor es el número de leyes.
Sin embargo, uno más bien podría decirlo o anunciarlo a la inversa.
A mayor número de leyes, mayor es la corrupción.
Básicamente, cuando el Estado se arroga la competencia para regular un área de la actividad económica,
un área de la vida social, el Estado consigue, con el refrendo popular,
la potestad de asignar premios o de asignar castigos en ese área de la actividad económica.
Se trata de un poder ingente, de un poder extraordinario,
de un poder que puede enriquecer a las personas en un instante o que puede empobrecerlas en ese mismo tiempo.
Cuando el Estado es capaz de otorgar licencias, permisos, subvenciones, ayudas, subir impuestos,
bajar impuestos a través de reducciones específicas, etcétera, evidentemente el Estado está manejando
discrecionalmente la riqueza de la sociedad.
Es normal, por tanto, que si el Estado tiene un poder tan grande,
si el Estado, además, cuenta con el aval ciudadano para que pueda decidir discrecionalmente
cómo utilizar ese poder en favor de quién y en contra de quién usarlo,
es normal digo que haya sectores de la ciudadanía que intenten aprovecharse en su propio beneficio
de ese poder estatal, por un lado, evidentemente, en los políticos, porque ejercen en teoría
el Imperium estatal en beneficio del bien común sin que ellos se puedan apropiar en lo más mínimo,
al menos en teoría de los frutos que se derivan de ese Imperium estatal,
y luego también, por supuesto, aquellos sectores sociales que intentan que la violencia del Estado,
que la coacción del Estado, que el poder regulatorio del Estado,
se emplee en su propio beneficio y en contra de los beneficios de la competencia.
Se dan, por tanto, las condiciones perfectas para que surja un mercadeo político de las regulaciones,
por favor, y en contra, con las que cuenta el sector público.
Se abre, por tanto, la veda a que aparezca una subasta, políticamente dirigida,
de qué regulaciones se aprueban, qué regulaciones no se aprueban, y a cambio de qué se aprueban o no se aprueban.
Este es el germen, básicamente, de la corrupción política tal cual la conocemos en España,
el hecho de que haya tramas institucionales, administrativas de corrupción,
en las cuales algunos empresarios, a través de sobres por debajo de la mesa, o de regalos en especie a los políticos,
consiguen contratos públicos, consiguen licencias, consiguen asignaciones o subvenciones públicas.
Básicamente, lo que constata es que el poder del Estado está a la venta y que el mejor postor tiende a comprarlo.
Y esto es algo que va indisolubemente unido a la corruptible naturaleza humana.
Si ofrecemos opciones, posibilidades para corromperse, evidentemente los corruptos van a energer.
Son muchos los que consideran que, ante esta tesitura, lo normal es penalizar todavía más el coste de la corrupción,
que el corruptor, el empresario o el ciudadano que puja por los favores de la administración,
sea mucho más severamente castigado cuando es descubierto, corrompiendo a la abnegada y a la prova administración pública.
Se trata de una posibilidad, por supuesto, se trata, por tanto, de encarecer el coste de la corrupción.
Pero hay otra que resulta mucho más eficaz y mucho más justa, que es, básicamente,
que el Estado no tenga tanto poder para asignar favores, para asignar beneficios y para asignar pérdidas,
más allá de la libre interacción que se produce en un mercado libre y en un mercado voluntario.
Porque, al final, si dependemos de que el funcionario público de turno tenga que detectar
cada uno de los tratos de favor que se producen en la vida diaria de la administración pública,
al aprobar unas leyes de una manera o de otra, al aprobar unos regulamentos de una forma o de otra,
al final estamos confiando en una supra autoridad, en un funcionario público,
para que controle, para que supervise que otros funcionarios públicos no se están corrompiendo.
Pero, ¿cómo tenemos las garantías, la seguridad de que ese funcionario público-supervisor
no va a ser el que, a su vez, se corrompa haciendo la vista gorda en materia de otra corrupción
por parte de sus subordinados, por parte de sus supervisados? No hay ninguna garantía posible.
Hay muchos que plantean, como garantía, el hecho de que sea la ciudadanía la que escudriñe,
la que vigile al detalle cada una de las regulaciones estatales que cada día se publican
y que, por tanto, se controles si hay un reparto de favores o de castigos.
Este escenario, que obviamente sería en gran medida bastante positivo, si pudiese implementarse,
en la práctica y con el tamaño actual, con el hipertrofiado tamaño actual del Estado, es absolutamente imposible.
Simplemente tenemos que observar el número de páginas que existen publicadas ahora mismo,
bueno, finales del año 2008, hoy serán muchas más, en páginas publicadas en boletines y diarios oficiales
de las comunidades autónomas y del Estado en materia normativa.
Tenemos alrededor de un millón de páginas de boletines y diarios oficiales de regulaciones en vigor.
Es simplemente imposible que la ciudadanía sea capaz de primero leer, segundo de entender
y tercero de contrastar el desarrollo normativo de un millón de páginas en boletines y diarios
oficiales con su materialización en la realidad.
Es literalmente imposible.
Y, por tanto, a mayor número de regulaciones, es decir, a mayor número de intervenciones estatales
de carácter discrecional, mayores serán las oportunidades, los recovecos, dentro de los cuales
habrá oportunidades de corrupción, dentro de los cuales se podrá pujar para que un empresario
pueda comprar los favores o los castigos contra otros empresarios por parte de la administración pública.
Por tanto, la receta no puede ser mantener el hipertrofiado tamaño del sector público,
creando una nueva burocracia que supervise que el excesivo poder que ya tiene el Estado para
repartir favores y castigos se use diligentemente, se use responsablemente.
Va a ser imposible controlar esta gigantesca maraña legislativa que se instrumenta en
favor de aquellos grupos de presión y de aquellos grupos funcionariales y políticos que conocen
el área concreta de la regulación y que, por tanto, arrima en el asco a su sardina.
El hecho de que tengamos tantísimas regulaciones, tantísimas normativas, tantísimo poder
discrecional de la administración, lo único que favorece es que aparezca una élite extractiva
que se forme una élite extractiva alrededor de la regulación pública para tratar de
con la menor transparencia posible, porque es imposible que haya transparencia,
en un millón de páginas de regulaciones con la menor transparencia posible extraerle rentas
a los ciudadanos. No solo rentas monetarias a través de impuestos, sino también rentas
económicas a través de asegurarse, por ejemplo, oligopolios sectoriales o oligopolios municipales
o locales, es decir, a través de regulaciones en favor de ciertos grupos de presión que excluyen,
por ejemplo, de la competencia a otros sectores de la ciudadanía, para así garantizarse,
para así amarrarse beneficios extraordinarios. La solución a estos problemas es, pues, la
contraria a la que establecía TÁCITO, si a mayor número de leyes mayor corrupción, a menor número de leyes,
a mayor simplicidad normativa, a mayor objetividad normativa menor corrupción, porque la corrupción
deriva de la excesiva acumulación de poder discrecional en manos de la administración pública.
Si el Estado únicamente se dedica a sentar las bases generales de la negociación,
las bases generales de la contratación, los principios generales a partir de los cuales los agentes privados
pueden contratar privadamente entre sí, sin interferir con las operaciones de terceros agentes privados,
es evidente que estaremos desarmando al poder político de cualquier capacidad para corromperse,
para otorgar favores y para otorgar castigos. Es el hecho de que existe un BOE en el cual
cualquier empresario que puje lo suficiente puede escribir aquellos párrafos que más le convengan
para sus intereses privativos. Es ese hecho, es esa legitimidad social que lo otorgamos al Estado
para que regule áreas de la actividad, áreas de nuestras vidas que no debería regular en ningún
caso, porque deberían ser potestad exclusiva de cada ciudadano, es esa autoridad que no debería
tener el político el que favorece que exista un mercadeo de favores electorales y de favores
empresariales. Si nos cargamos esa legitimidad social del Estado para que decida como él
prefiere, como él gusta, cuáles deben ser los favores y los castigos que se asignan en la
interacción social, entonces estaremos desarmando la principal puja, la principal herramienta de que
dispone el Estado para favorecer, para promover y para implementar y desarrollar la corrupción.
Castigar al corruptor puede ser de justicia en muchos casos, pero desde luego mucho más de justicia
y mucho más eficaz es que desarmemos la legitimidad social del Estado para asignar favores y para
asignar castigos, es decir, la herramienta que utiliza el Estado para generar corrupción generalizadamente.