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Juan Ramón Rallo

Laissez faire, laissez passer. Laissez faire, laissez passer.

Transcribed podcasts: 2280
Time transcribed: 38d 6h 22m 10s

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DEBATES POLÍTICOS
Está llamado a ser uno de los debates políticos, sociales y económicos más importantes del
siglo. Durante décadas, el debate social predominante fue la lucha contra la pobreza,
la lucha contra la injusticia que suponía que millones y millones de personas no tuvieran
ni siquiera cubiertas sus necesidades más básicas, como la comida.
Sin embargo, desde hace unos años, ese debate ha dado paso a otra cuestión que cada día
tiene más protagonismo, la creciente desigualdad. Según denuncian políticos, fundaciones, ONGs
y todo tipo de plataformas a lo largo y ancho del mundo, en nuestro planeta, los ricos
son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
Según este discurso, cuya influencia se ha disparado en los últimos años, la creciente
desigualdad está socavando la igualdad de oportunidades, el bienestar y la prosperidad
general. De hecho, según apuntan, si no tomamos medidas urgentes, políticas de redistribución
de la riqueza, corremos el riesgo de que nuestras sociedades se conviertan en algo así como
señoríos feudales controlados por una pequeña oligarquía que acá parará la inmensa mayor
parte de la riqueza mundial.
Pero ¿qué hay de verdad en todo esto? ¿Es acaso cierto que una oligarquía de multimillonarios
se está apoderando del mundo? ¿Cómo amenaza la desigualdad de nuestras sociedades, nuestros
modelos de vida? ¿Realmente tenemos que preocuparnos?
Para contestar a todas estas preguntas, tenemos hoy con nosotros a Juan Ramón Rayo, director
del Instituto Juan de Mariana. Atentos.
Llevamos años escuchando que las desigualdades se están disparando en todo el mundo, que
cada vez los ricos son más ricos y los pobres son más pobres.
O dicho en otras palabras, que una minoría de grandes oligarcas está parasitando cada
vez con más saña al resto de la población.
Por eso, gracias a este tipo de mensajes, no resulta extraño que el ciudadano medio
de cualquier país desarrollado probablemente crea que estamos viviendo en una era de estancamiento,
crisis y decadencia, donde es necesario algún líder fuerte que revigorice a los países
y que los vuelva grandes de nuevo.
Una época dorada de la pobreza y de la desigualdad.
Sin embargo, espérate un momento porque esto no es de todo cierto. De hecho, es rotundamente
falso.
Tal cual como lo escucháis, una cosa son las percepciones y otra la realidad. ¿Qué
pensaríais y de repente os contaran que la desigualdad en el mundo durante los últimos
años lejos de aumentar se ha reducido?
Seguro que muchos de vosotros pensaríais que es una broma, ¿verdad?
Pues esperad un momento porque no es ninguna broma.
Es precisamente lo que ha ocurrido. Atentos.
De acuerdo con un reciente informe elaborado por el mismísimo Tomás Piketty, el porcentaje
del PIB mundial en manos del 1% más rico descendió del 22% en el año 2007 al 20,6 en el año
2016, su nivel más bajo desde 1997.
Es decir, la desigualdad mundial de la renta se ubicó en 2016 en su nivel más bajo en
las últimas dos décadas. La desigualdad mundial, por tanto, no se está incrementando, al contrario,
se está reduciendo. En gran medida, se está logrando este maravilloso resultado gracias
a que las sociedades históricamente pobres, como por ejemplo la China o la India, se
están desarrollando a pasos agigantados.
Y sí, es verdad, en nuestro mundo los ricos son cada vez más ricos, pero los pobres también
son cada vez más ricos.
Sin embargo, aquí no terminan ni muchísimo menos todos los mitos que se suelen describir
cuando se habla de desigualdad.
DESIGUALDAD NO ES POBREZA
A medida que el debate social ha ido cambiando, en el imaginario colectivo los conceptos de
pobreza y desigualdad han terminado por fusionarse. Si hay pobres es porque somos desiguales y
si la desigualdad aumenta, es porque está aumentando la pobreza. Sin embargo, desigualdad
y pobreza no son lo mismo.
Veréis, explico. La economía de mercado ha sido capaz de los últimos 200 años de
incrementar las rentas de todos los ciudadanos. Según las estadísticas de Angus Madison,
en términos reales, es decir, teniendo en cuenta la inflación y, por tanto, calculando
o aproximando el poder adquisitivo real de los ciudadanos, hemos pasado de una renta
per cápita mundial de 1.130 dólares anuales en 1.820 a una de 12.400 en 2010.
Todo ello mientras la población global aumentaba desde alrededor de 1.000 millones de personas
a más de 7.000.
Dicho de otra forma, no solo tocamos a mucho más por cabeza, sino que somos muchas más
cabezas. Que hayamos conseguido multiplicar por once la renta per cápita del conjunto
del planeta muestra claramente que la economía no es un juego de sumacero y, desde luego,
que la desigualdad no es lo mismo que la pobreza.
Durante estos 200 años, algunos países, es verdad, han crecido mucho más que otros,
de tal forma que hoy son mucho más ricos. Sin embargo, el resultado global es que hoy
nuestro mundo es, con carácter general, muchísimo más rico de lo que lo era hace
200 años. Con independencia de si ha crecido o no la desigualdad, lo que sí se ha reducido
con muchísima fuerza, como lo goberemos, es la pobreza.
Pero si queréis otro ejemplo, podemos echar un vistazo a los distintos modelos de sociedades
que existen hoy en el mundo. Si lo hacemos, encontraremos sociedades muy igualitarias,
pero muy pobres, y sociedades bastante desigualitarias pero muy ricas. Albania, Bielorrusia, Irak,
Kazajistán, Moldavia, Tajikistán o Ucrania son sociedades con una distribución de la
renta bastante más igualitaria que, por ejemplo, a España, pero en cambio son mucho
más pobres. Por otra parte, Singapur es una sociedad mucho más desigual que España,
pero con una renta per cápita mayor para todos, insisto, para todos los quintiles de
la distribución de la renta, es decir, para el conjunto de la ciudadanía.
En Singapur, los más pobres tienen más renta per cápita que los más pobres de España,
a pesar de que las diferencias entre los pobres de Singapur y los ricos de Singapur
sean mayores que entre los pobres de España y los ricos de España.
Estamos hablando, por tanto, de una cuestión muy importante y que no conviene olvidar lo
que ya he sabido, es decir, que el bienestar de cada persona está estrechamente ligado
con su nivel de renta. Es algo, además, bastante lógico, bastante comprensible, a mayor renta,
mejor alimentación, mejor sanidad, mejor educación, más tiempo de ocio, etcétera.
Por eso, la prioridad debe ser crear riqueza, debe ser incrementar la renta del conjunto
de la población. Por cierto, desde un punto de vista empírico,
si bien el bienestar de las personas sí depende de su nivel de renta, en cambio no depende
en absoluto del grado de desigualdad de la sociedad en la que esas personas están residiendo.
Atentos.
¿Igualdad y felicidad?
En principio, cabría pensar que la desigualdad necesariamente ha de tener un impacto negativo
sobre el bienestar de las personas, especialmente sobre aquellas con un menor nivel de renta,
y no porque, como hemos visto, la desigualdad implique pobreza, ya hemos visto que puede
ser así o no, sino porque incluso aquellas personas que tienen cubiertas todas sus necesidades
vitales pueden sentirse frustradas y son relativamente más pobres que otras. Eso es lo que se conoce
como ansiedad por el estado.
Sin embargo, hace poco tiempo, los sociólogos Jonathan Kelly y María Evans hicieron un estudio
sobre más de 200.000 personas integradas en 68 sociedades distintas para conocer precisamente
cuál era la relación entre igualdad y bienestar. ¿Y cuál fue el resultado? Pues uno bastante
sorprendente. En el conjunto del planeta, la desigualdad no es que tenga efectos negativos
sobre el bienestar de una persona, sino que incluso posee efectos positivos.
Veréis, el resultado puede parecernos completamente contraintuitivo, pero vamos a tratar de explicarlo.
Según el estudio, en los países desarrollados, la desigualdad social tiene una influencia
bastante irrelevante sobre la felicidad. Es decir, el nivel de desigualdad que existe
en España, en Francia o en Alemania no tiene un impacto muy claro sobre el bienestar de
españoles, franceses o alemanes.
Por cierto, un apunte, lo que en cambio sí influye en la felicidad, son otras variables,
como el empleo, la educación o la salud. Por eso, cuando un gobierno pone en marcha
políticas redistribucionistas que afectan, por ejemplo, a la actividad económica o
la creación de empleo con la excusa de combatir la desigualdad, el resultado es malo, incluso
en términos de felicidad.
Y mientras en los países desarrollados la desigualdad resulta bastante irrelevante para
el bienestar, no ocurre lo mismo en los países en vías de desarrollo.
En estos lugares, los niveles de desigualdad mayor están asociados a mayores niveles de
felicidad y tiene una explicación, la influencia de lo que se conoce como el factor esperanza.
Esto es, la expectativa de que los más pobres irán prosperando conforme el país continue
creciendo.
Eso sí, siempre y cuando la sociedad no perciba que el origen de esas desigualdades es injusto,
los ricos son ricos por estar parasitando a los pobres o que constituyen un estamento
social inalcanzable, una casta, una oligarquía cerrada a la cual no van a poder nunca acceder.
Si ese es el caso, si la desigualdad es percibida como parasitismo, como injusticia, como un
estamento cerrado, entonces sí es cierto que la desigualdad entraña una desilusión
que afecta al bienestar.
Pero como veis, no tiene nada que ver con la desigualdad en sí misma, con la desigualdad
que se puede producir en economías abiertas, dinámicas y libres, en economías que crecen,
que se desarrollan y que son pujantes, sino que es más bien la desigualdad derivada de
sociedades extractivas, de sociedades donde efectivamente una oligarquía controla a los
medios políticos y por tanto controla al resto de las personas.
En los países, en cambio, con economías abiertas, flexibles, libres, aunque sean muy desiguales,
la desigualdad no afecta al bienestar, incluso como decíamos todo lo contrario, porque lo
más importante es siempre el número de personas que están abandonando la pobreza.
En estos países, en los países con economías abiertas y no extractivas, la desigualdad
no afecta negativamente a la felicidad.
De hecho, en los países en vías de desarrollo, que gracias a esas economías abiertas están
desarrollando, la desigualdad incluso puede tener un efecto positivo sobre el bienestar
de las personas, dado que les imbuye esperanza.
También estas personas como otras están saliendo de la pobreza, están escapando
de la situación de miseria en la que vivían apenas unos años antes y eso les hace plantearse
que ellos mismos también pueden salir de esa situación.
Mientras haya crecimiento, aunque haya desigualdad, el bienestar no se resiente, al contrario,
si hay desigualdad porque algunos están empezando a salir de la pobreza a ritmos más acelerados
que otros, el bienestar, gracias a la esperanza que inculca ese hecho, puede incluso incrementarse.
Ahora bien, si antes hemos dicho que en el conjunto del planeta la desigualdad está
cayendo, lo cierto es que no está sucediendo lo mismo en la mayoría de países desarrollados.
Es verdad, la desigualdad de la renta ha aumentado en la mayoría de países occidentales
durante los últimos 40 años, motivo por el cual muchos gobernantes y muchos activistas
piden políticas más redistributivas que, para entendernos, son, en última instancia,
más impuestos y más gasto público.
Pero ¿sabéis cuál es el problema?
Durante este tiempo, en el que la desigualdad ha aumentado, el tamaño del estado en la
mayoría de países occidentales no ha dejado de aumentar.
Fijaos.
Y el llamado gasto social tampoco ha dejado de aumentar.
Veámoslo.
Por tanto, como podemos observar, el incremento de la desigualdad en los países desarrollados
no puede haber traído causa de nada similar a recortes masivos en las políticas sociales
ni tampoco, por cierto, parece que seguir por este camino de incrementos continuos en
el gasto social vaya a cambiar nada de la tendencia subyacente en nuestras economías.
Pero es que tampoco eso es lo más importante.
Lo más importante de todo es lograr que los más pobres mejoren su nivel de vida.
Y así sí, afortunadamente, tenemos muchos motivos para alegrarnos.
MOTIVOS PARA CELEBRAR
Desde 1980, atentos, más de 1.000 millones de personas han escapado de la extrema pobreza.
Una condición que ha pasado de sufrir, de experimentar el 44% de la población mundial
hace apenas 40 años, a sólo el 9,5% de la población actual.
Al mismo tiempo, en las últimas 6 décadas, el porcentaje de la población mundial que
sufre desnutrición ha caído desde el 50% al 10%.
El porcentaje de la población mundial con acceso a agua potable ha pasado del 50% al
90%.
La esperanza de vida se ha incrementado en 20 años y lo ha hecho además en todos los
continentes.
MOTIVOS PARA CELEBRAR
El analfabetismo ha pasado de afectar al 60% de la población mundial al 10%.
Es verdad, aún hay mucho, muchísimo por hacer, pero no debemos olvidar que la prioridad
absoluta debe ser la de reducir la pobreza.
Y los datos a este respecto son muy claros, la globalización, la libertad de las personas,
de los capitales, de las mercancías, el capitalismo en definitiva es la mejor manera de lograr
ese propósito, es decir, el propósito de acabar con la pobreza en todo el planeta.