El otro día, estaba yo hablando con mi hija,
uno de los muchos tramos del día en los que hablamos de cosas.
Sí. Normalmente hay cosas que le interesan mucho a ella,
a mí no demasiado.
Me pregunta cuál es tu personaje favorito de la patrulla canina,
por ejemplo.
¿Quieres que te ríes?
Y estos son nuestros temas, que también digo yo,
el que tiene la boca así.
O sea, ¿cuál es? No me acuerdo nunca el nombre.
Sí, el brazo de perro. Es como Bulldog.
Algo que es Bulldog. Un Bulldog pequeñito, muy gracioso.
Bulldy, Bulldy. Hablamos cosas así.
Y el otro día le digo, oye, me vino como un ataque de sinceridad,
de valoración de la situación, de amor.
¿Por qué le ha decirlo?
¿Por qué le ha decirlo?
De amor, y le dije, hija mía,
porque cuando quiero que el discurso sea importante,
siempre empiezo a ser hija mía.
Digo, hija mía, qué bonito es que estés celebrando tus ocho años,
estemos en tu año ocho,
porque es mi número de la suerte.
Ah, qué bonito.
Y ya que hemos vuelto a Barcelona,
que estamos viviendo en Madrid,
estamos otra vez en la familia juntos,
digo, ella me miraba, y digo,
podemos celebrar ese octavo año, ¿sabes?
Pues, ¿cómo se merece?
Además, el ocho es un número que te gusta.
Me gusta, sí, es un infinito puesto de pie.
Qué bonito.
Yo trabajo muy bien esto.
Es más bonita con tu hija, ¿verdad?
Mi hija me escuchó y al final
me dijo lo siguiente que le he pedido,
que volviera a grabar para que tenga más fuerza.
Ah, sí?
Cuando yo acabo, me quedan mirando y digo, ¿qué pasa?
Y me dice...
Papá, tengo nueve años.